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Texto
Eran días malos; tiempos de crisis donde la tormenta se veía bordeando el horizonte.
Israel, el Reino del Norte compuesto por diez tribus hebreas, había caído en las manos de los Asirios. Los ejércitos extranjeros habían arrasado la ciudad, asesinado a los hombres jóvenes y adultos y violado a las mujeres. De Israel ya no quedaba nada.
Pasados casi cien años, los ejércitos babilonios acechaban al reino de Judá. La pregunta era: ¿Pasará aquí lo que pasó allá? ¿Caerá Jerusalén como cayó Samaria? ¿Será Judá borrada de la faz de la tierra?
El tema del futuro de Jerusalén dividía al liderazgo religioso de Jerusalén. La mayor parte de los sacerdotes afirmaban que Jerusalén no podía caer en manos de los ejércitos extranjeros. Afirmaban que Dios intervendría milagrosamente para garantizar la seguridad de la Ciudad Santa.
Sin embargo, el profeta Jeremías tenía una visión distinta. El profeta afirmaba que Dios había entregado la ciudad en las manos de los invasores extranjeros, debido a los muchos pecados de la comunidad. Acusaba a los reyes y las familias de los poderosos de haber violado el pacto con Dios, robando al pueblo inocente. También acusaba al pueblo de haber caído en el pecado de la idolatría, adorando a las divinidades de los pueblos extranjeros. Sus palabras eran muy duras.
Jeremías anunció que los ejércitos extranjeros invadirían Jerusalén: «Del norte se soltará el mal sobre todos los moradores de esta tierra. Porque yo convoco a todas las familias de los reinos del norte, dice Jehová; vendrán, y pondrá cada uno su campamento a la entrada de las puertas de Jerusalén, junto a todos sus muros en derredor y contra todas las ciudades de Judá (Jer. 1:14-15).
Y sobre la idolatría del pueblo, el Profeta decía: «Cómo te he de perdonar por esto? Tus hijos me dejaron y juraron por lo que no es Dios. Los sacié y adulteraron, y en casa de prostitutas se juntaron en compañías. Como caballos bien alimentados, cada cual relinchaba tras la mujer de su prójimo. ¿No había de castigar esto?, dice Jehová. De una nación como esta, ¿no se había de vengar mi alma? Escalad sus muros y destruid, pero no del todo; quitad las almenas de sus muros porque no son de Jehová. Porque resueltamente se rebelaron contra mí la casa de Israel y la casa de Judá, dice Jehová» (Jer. 5:7-11).
El pueblo estaba muy confundido. ¿Cómo discernir la verdad entre estos dos mensajes? Los profetas de la corte del rey decían que Jerusalén no podía caer en manos extranjeras. Pero Jeremías anunciaba juicio, diciendo: «No confíen en esos que los engañan diciendo: ¡Aquí está el templo del Señor, aquí está el templo del Señor!» (Jer. 7:4)
Los profetas acostumbraban acompañar sus mensajes con actos proféticos que, de alguna manera, ilustraban sus enseñanzas. Jeremías hizo varios actos proféticos, pero quizás el más memorable es el que hizo en la casa del alfarero.
Jeremías escuchó la voz de Dios que le decía: «Levántate y desciende a casa del alfarero, y allí te haré oír mis palabras» (18:2). Al llegar allí, el profeta vio al alfarero de la vecindad que estaba trabajando en el torno.
El torno de alfarero es una máquina que tiene una superficie redonda y plana (también llamada la «platina») sobre un eje que la hace girar. Sobre la platina, el alfarero modela o tornea el barro con las manos mojadas en una substancia llamada «barbotina» (una pasta con alto contenido de agua). El artesano moldea el barro por medio de apretones y estiramientos.
En la antigüedad, el torno era movido por el pie del alfarero, que actuaba sobre una pesada rueda de madera. Esto le daba al sistema suficiente inercia para girar constantemente a pesar de la presión y el freno que ejercía el alfarero sobre el barro.
Mientras el profeta veía al alfarero trabajar, notó que la vasija le estaba saliendo mal (v. 4). Entonces, usando el mismo barro, el alfarero unió la masa y volvió a empezar. Esta vez, la vasija quedó bien y el alfarero pudo colocarla en el horno (v. 5).
En ese momento, Dios volvió a hablarle al profeta, diciendo: «¿No podré yo hacer con vosotros como este alfarero, casa de Israel?, dice Jehová. Como el barro en manos del alfarero, así sois vosotros en mis manos, casa de Israel.» (v. 6).
Ese día el pueblo de Judá comprendió el mensaje que Dios le había dado a Jeremías. Dios no deseaba destruir a su pueblo. Del mismo modo que el alfarero podía hacer otra vasija de la misma masa de barro, Dios quería darle una nueva forma a su pueblo. Como el alfarero no desecha el barro, Dios no deseaba desechar a su pueblo.
Dios desea que su pueblo comprenda que ha pecado y que, arrepentido, regrese a la comunión con Dios. Dios no desea destruir a su pueblo, como tampoco desea substituirlo por otro pueblo. Dios desea darnos una forma nueva, un camino nuevo, un futuro nuevo.
Lamentablemente, el pueblo de Judá no cambió sus caminos y terminó oprimido por los babilonios. El liderazgo político, cívico y religioso fue deportado a Babilonia, donde fue encarcelado en campos de concentración. El liderazgo militar fue asesinado. Pasaron varias décadas antes que el pueblo judío pudiera volver a su tierra.
Lamentablemente, muchas personas hoy leen este pasaje como una pieza arqueológica. Lo ven como una reliquia del pasado, que habla de las tribulaciones del antiguo pueblo de Israel. No piensan que tiene pertinencia alguna para sus vidas.
Yo les propongo otro camino. Leamos este pasaje bíblico como lo que es: palabra de Dios para nosotros hoy. Dios le dice hoy a nuestro pueblo que debe mejorar sus caminos y sus obras si quiere un futuro de paz y prosperidad. Por mucho tiempo nos hemos amparado en la idea de que «nada malo nos puede pasar». Mientras tanto, el crimen arropa nuestra tierra, derramando la sangre de personas inocentes.
Basta ya; basta ya de usar el nombre de Dios en vano para justificar nuestros excesos. La corrupción tiene un precio muy alto. La crisis de valores que carcome nuestro pueblo nos está matando a plazos cómodos. Si no cambiamos nuestros caminos, enfrentaremos el juicio de Dios.
La buena noticia es que el juicio de Dios no destruye, sino que transforma. Dios no quiere destruirte, sino que quiere darle una vida nueva.
Dios no quiere destruir a la iglesia, sino que quiere transformarla en una comunidad de fe vibrante que bendiga a toda nuestra comunidad tanto con sus palabras como con sus obras de misericordia.
Dios no quiere destruir al pueblo, sino que quiere darle un nuevo futuro, en el nombre del Señor. AMÉN.
Dios le Bendiga.Gracias por permitir oirle y poder aprender y edificar mi vida….