Jesús decía: Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen. (Lucas 23.34)
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La primera frase nos revela la bondad de Jesús. En el momento de agonía y de muerte, su primera palabra es una oración dirigida—en forma personal—al Padre celestial; oración por medio de la cual intercede aún por los asesinos que le crucificaban.
Jesús llama a Dios “Padre”, hablándole en forma íntima y personal. Jesús le llama “padre” para subrayar su profunda comunión con el Creador de todo. Y en su oración al Padre, pide misericordia para sus victimarios.
Jesús intercede por aquellos soldados que se repartían sus vestidos al pie del árbol de la cruz y echaban suertes sobre su manto. Soldados que “no sabían lo que hacían” porque sólo obedecían la férrea disciplina militar del ejército romano. Sólo seguían las órdenes de Pilatos, el gobernador militar. Este había cedido a las presiones políticas de los líderes religiosos que deseaban ver muerto al profeta galileo. Por eso hoy los soldados asesinan a Jesús, considerándolo un reo más; otro condenado a muerte por el regente romano.
Jesús intercede, además, por aquellos que le condenaron. En su oración, el caminante de Nazaret intercede ante Dios por Pilatos, quien le condenó a cruz después de una profunda lucha consigo mismo. Del mismo modo, intercede por Herodes Antipas, el desquiciado gobernante que veía a Jesús como la reencarnación de Juan el Bautista.
Jesús intercede por los fariseos y los saduceos—los líderes religiosos de la época—quienes le mataban pensando que hacían un servicio a Dios. El Maestro pide por aquellos religiosos que en su esfuerzo de salvarse a sí mismos, se encuentran de frente con Dios en la persona de Jesucristo. Lo contradictorio es que una vez encuentran al Dios encarnado, en vez de adorarle deciden asesinarle.
Jesús intercede por la masa del pueblo, por esa muchedumbre que aún hoy es llevada de un lado para otro por cualquier líder hábil que presente lo malo como bueno y lo bueno como malo.
En fin, Jesús intercede desde la cruz por la humanidad perdida, dejando claro que esa será su labor por toda la eternidad: el representar a la humanidad ante el Padre celestial. En este sentido, Jesús intercede por ti, por mí, por todos nosotros delante de Dios. Intercede porque cuando pecamos contra Dios y el prójimo, tú y yo tampoco “sabemos lo que hacemos”.
Un ensayo personal, recordando a mi madre, tanto en su cumpleaños como en el día de la madre.
El 30 de diciembre era mi día preferido de la temporada navideña. ¿Por qué? Simplemente porque era tu cumpleaños. Para el resto del mundo, el 24, el 25 o el 31 de diciembre eran mucho más importantes. Empero, para mí el 30 era tu fiesta; el día en que la familia se reunía para celebrar tu vida.
Y teníamos mucho que celebrar. Eras una mujer excepcional. No he conocido a una mujer más inocente o con mejores sentimientos que tú. Tampoco he conocido personas que sepan darse por su familia como te dabas tú. Mucho menos he escuchado de personas que sean admiradas unánimemente, como te admiraba toda persona que te conocía.
Claro está, no eras perfecta. Cometiste muchos errores, de los cuales yo fui el peor. Sin embargo, supiste amarme desde antes de mi nacimiento. Luchaste por mí y te enfrentaste al mundo como madre soltera, cuidándome con la fiereza que caracteriza a una leona que protege un cachorro.
¿Cuánto tiempo ha pasado? No sé, porque no quiero contarlo. Sólo sé que no estás conmigo. A pesar de que trato de recordarte todos los días, tu recuerdo cada día se pone más viejo y se vuelve más elusivo. La imagen de tu rostro y el sonar de tu risa se pierden en la penumbra del tiempo. Ya no recuerdo tu voz. Por eso trato de pensar en ti todos los días, por lo menos un minuto, pues temo que si yo no te recuerdo nadie te recordaría. Entonces tu ausencia sería definitiva.
Si pudieras oírme, te diría que tengo dos niñas: Paola y Natalia, a quien le decimos Tati. También tengo un hijo mayor, que ya cumplió 28 años, llamado Antonio José.
Pao sería tu nieta mimada. Se parece tanto a ti en sus actitudes, en su rostro y en su pelo. Se peina como tú, usando diademas, lazos y cintas en el pelo. En ocasiones, mis lágrimas afloran al verla peinada como tú. Me parece increíble que, habiendo nacido 23 años después de tu muerte, se parezca tanto a ti. Paola también es quien más pregunta sobre ti. Habla de su abuelita desconocida con amor y tiene una osita de peluche que lleva tu nombre, Saby. A veces, cuando me ve triste, Pao me pregunta si estoy pensando en ti. En muchas ocasiones, está en lo cierto. A veces, cuando me ve triste, Pao me pregunta si te extraño. Y yo siempre le respondo: “Todos los días de mi vida”.
Si pudieras oírme, te diría que he dedicado mi vida al ministerio cristiano. Sé que esta sería una gran sorpresa para ti, pues cuando te fuiste yo era un adolescente cuyos únicos intereses eran el ron y la rumba, en ese orden. Al morir, tu mayor preocupación era mi futuro, ya que temías que me dirigía a la perdición.
No te niego que después de tu muerte me hundí en el alcohol. Pero cerca de diez meses después de tu partida, tuve una experiencia de fe. Fue sencilla, pero me llevó a la certeza de la existencia de Dios. Comprendí que Dios me ama, me acepta y me perdona. Desde ese día estoy sobrio; y desde ese día le sirvo Jesucristo, mi Señor y salvador.
El 30 de diciembre era mi día preferido de la temporada navideña. ¿Por qué? Simplemente porque era tu cumpleaños. Hoy es el día más difícil de toda la temporada. ¿Por qué? Simplemente porque sigue siendo tu cumpleaños.
Ahora descansa en paz, mamá. Te veré en la mañana; en la mañana de aquel día cuando “se doble toda rodilla de los que están en los cielos, en la tierra y debajo de la tierra; y toda lengua confiese que Jesucristo es el Señor” (Filipenses 2:10-11).
Muchas veces las personas que enfrentan las más grandes adversidades de la vida se conviertan en nuestras maestras. De una manera u otra, nos enseñan a vivir. Nos vemos reflejados en su dolor y comprendemos nuestro “poco” comparado con el “mucho” de ellas. Y así descubrimos lo mucho que tenemos.
He estado meditando sobre esto recientemente porque una pastora amiga, que está gravemente enferma, recientemente escribió una frase en las redes sociales que me sacudió. Traducida al español, la frase dice: “Es difícil vivir rodeado de gente que solo desea sobrevivir”.
La frase me sacudió por dos razones. Por un lado, afirma el deseo de vivir que tiene esta valiente sierva de Dios. Por otro lado, dice una gran verdad: hay personas que solo están empeñadas en sobrevivir.
No disfrutan la vida a plenitud.
No valoran la hermosura de un nuevo día.
No pueden ver el futuro con esperanza.
Solo están empeñadas en sobrevivir un día más.
En tiempos de crisis
Este sentimiento es común en tiempos de crisis, como el que vive nuestra sociedad. Como desgraciadamente me he visto obligado a decir centenares de veces, la crisis social puertorriqueña es larga, es vieja y es pesada. Nuestro país sufre una crisis integral que afecta todas las áreas de nuestra vida comunitaria.
La economía está en crisis.
La ética gubernamental está en crisis.
La seguridad pública está en crisis.
La familia está en crisis.
Y la salud mental está en crisis.
Quizás lo que hace más dura la crisis es que, al examinar nuestras vidas, comprendemos que los recursos que tenemos para lidiar con la crisis son relativamente pocos. Las herramientas que tenemos en nuestras manos parecen sencillas, pobres y hasta torpes para enfrentar los enormes problemas que la vida nos presenta.
Miqueas en su contexto histórico
El pueblo de Israel pasó por problemas similares. El estado de Israel, aun en su momento de mayor esplendor, era un reino pequeño. En particular, era pequeño comparado con los grandes reinos de Egipto, de Asiria y de Babilonia. La situación se agravó con la división del Reino, que dejó 10 tribus en el Reino del Norte, cuya capital era Samaria, y 2 tribus en el Reino del Sur, cuya capital era Jerusalén.
¿Cómo enfrentar las presiones internacionales?
¿Cómo luchar contra ejércitos tan grandes?
¿Cómo pagar el tributo, los impuestos, que imponían los grandes imperios?
El profeta Miqueas habla de todos estos temas en su libro. El mismo contiene dos tipos de profecías. Por un lado, contiene profecías de juicio contra el Reino del Norte, contra el Reino del Sur y contra los líderes políticos y religiosos de ambos pueblos. Por otro lado, contiene profecías de vida y salvación.
Quizás la profecía más dura es aquella que habla de cómo el Reino del Sur sería conquistado por el Imperio Babilónico. ¿Por qué? Porque ese Imperio acostumbraba llevarse presa toda la clase dirigente de los países conquistados a Babilonia, condenándoles a vivir en campos de concentración.
Escuchen lo que dice Miqueas 4.10 al 5.1:
¡Pues sufre y llora, hija de Sión, con dolores de parturienta, porque ahora vas a salir de la ciudad, y vivirás en el campo, y llegarás hasta Babilonia. Allí serás liberada; allí el Señor te salvará del poder de tus enemigos. Muchas naciones se han juntado ahora contra ti, y dicen: “¡Que Sión sea profanada! ¡Que se nos conceda ver eso con nuestros propios ojos!” Pero esas naciones no conocen los planes del Señor; no entienden sus designios, ni que él los junta como a manojos de trigo, para trillarlos. ¡Levántate y tríllalos, hija de Sión! ¡Yo te daré cuernos de hierro y garras de bronce, para que desmenuces a muchos pueblos! Y las riquezas que les arrebates las consagrarás al Señor de toda la tierra. ¡Levanta murallas a tu alrededor, ciudad de guerreros, porque nos han sitiado y con su cetro golpearán al juez de Israel en la mejilla.
De ti saldrá
Es precisamente después de esta profecía de juicio que encontramos una promesa de vida y salvación. Y no es meramente “una promesa”, es la promesa de que Dios habría de enviar un salvador a redimir a su pueblo de todos sus sufrimientos.
La promesa se encuentra en Miqueas 5.2 hasta la primera parte del versículo 5, y dice de la siguiente manera:
Tú, Belén Efrata, eres pequeña para estar entre las familias de Judá; pero de ti me saldrá el que será Señor en Israel. Sus orígenes se remontan al principio mismo, a los días de la eternidad. El Señor los entregará hasta el momento en que dé a luz la que ahora está encinta y el resto de sus hermanos vuelva con los hijos de Israel. Se levantará para guiarlos con el poder del Señor, con la grandeza del nombre del Señor su Dios; y ellos vivirán tranquilos porque él será engrandecido hasta los confines de la tierra. Y él será nuestra paz.
Belén es una ciudad del sur de Israel, ubicada a pocas millas de Jerusalén. Era la ciudad de donde surgió David, el más grande rey de Israel. La región también era conocida por el nombre “Efrata”, que de acuerdo a 1 Crónicas 2.50 fue la madre un hombre llamado Belén, hijo de Judá, que le dio nombre a la ciudad.
Hasta el sol de hoy, Belén es una ciudad pequeña. Y el texto dice que de ella saldrá un bebé que llegará a guiar a su pueblo “con el poder del Señor, con la grandeza del nombre del Señor su Dios; y ellos vivirán tranquilos porque él será engrandecido hasta los confines de la tierra” (v. 4). Ese bebé traerá la paz (v. 5).
Empero, una vez más, encontramos el mismo problema. ¿Qué puede hacer un bebé tan pequeño para corregir los enormes males que enfrenta la sociedad?
Un país pequeño y sin recursos.
Una ciudad pequeña alejada de los centros de poder.
Un bebé indefenso que acaba de nacer.
Conclusión
Parece que no tenemos nada en nuestras manos. Sin embargo, la promesa de Dios persiste: Dios salvará a su pueblo usando los pocos recursos que tenemos en nuestras manos. ¿Por qué? Porque lo poco de Dios es mucho más que lo abundante del mundo y que los recursos de los hombres.
La Iglesia entiende que esta profecía se cumplió a cabalidad con el nacimiento de Jesús de Nazaret, a quien confesamos como Señor y salvador. Sobre la base de esta profecía, podemos ver el futuro con esperanza, no importa lo nefasto que pueda parecer. ¿Por qué? Porque el nacimiento de Jesús de Nazaret nos capacita para vivir, no meramente para sobrevivir.