Una perspectiva homilética en forma de ensayo sobre la gracia y predicación, escrito por el Dr. Pablo A. Jiménez.
Introducción
El tema de la gracia une y divide al pueblo de Dios. Mientras todos los grupos cristianos afirman la centralidad de la gracia divina, por medio de la cual los seres humanos alcanzamos salvación, los diversos acercamientos a este tema también evidencian las diferencias teológicas que sufre la cristiandad. (Continúa abajo)
Medios
Divididos por la gracia
En primer lugar, el tema de la gracia divide a católicos y a protestantes. En el 1997 Mary Catherine Hilkert publicó una visión teológica de la predicación, desde una perspectiva católica. Lo llamó Naming Grace: Preaching and the Sacramental Imagination.[1]El
libro afirma que el propósito principal de la predicación cristiana es enseñarle al pueblo de Dios a
discernir la presencia divina en nuestros medios. Es decir, a identificar cuándo, dónde y cómo se manifiesta la gracia divina en nuestro mundo.
Esta perspectiva contrasta con la visión protestante, que recalca la centralidad de Jesucristo. Este contraste
quedó claro con la publicación, también en el 1997, de Preaching Jesus: New Directions for
Homiletics in Hans Frei’s Postliberal Theology, de Charles L. Campbell.[2] La
predicación protestante ve a Jesús como la más clara manifestación de la gracia divina. Jesús es
el salvador, con quien cada creyente debe establecer una relación íntima y personal. De ahí el énfasis evangélico en la pública confesión de fe, aceptando a Jesús
como salvador personal.
Como podemos ver, el tema de la gracia se convierte así en campo de batalla ideológica
entre católicos y protestantes. Mientras
unos reafirman la presencia de la gracia divina en todo el orden creado, los
otros recalcan la importancia de la experiencia íntima y personal con Dios.
En segundo lugar, el tema de la gracia también divide al mundo protestante.[3] En
particular, el movimiento reformado, el movimiento wesleyano y el movimiento
pentecostal tienen visiones distintas de la manifestación de la gracia divina y, por lo tanto, de la teología de la predicación.
La visión reformada afirma la iniciativa
divina.[4] El
ser humano responde a la gracia irresistible que Dios manifiesta hacia la
humanidad, particularmente a las personas electas por decreto divino. Empero,
la gracia divina se manifiesta de manera limitada; sólo se manifiesta plenamente en las vidas de las personas que han sido
electas por Dios.
La visión arminiana,[5] prevalente en el ámbito wesleyano, recalca la
gracia preveniente. En esta visión,
Dios manifiesta su gracia a toda la humanidad, llamando a todo ser humano a
tomar una decisión de fe. Sin embargo, cada ser
humano tiene libertad para aceptar o para rechazar esta gratuita oferta de
salvación.
Los debates entre calvinistas y arminianos son legendarios. La visión calvinista critica la arminiana, afirmando que devalúa el valor de la gracia divina. Y la visión arminiana critica la calvinista, horrorizada ante la idea de que
Dios pueda predestinar a un ser humano a la condenación.
El movimiento wesleyano también recalca la importancia de la gracia santificante. Este don divino le
permite al creyente crecer en obediencia a Dios. La santificación es un proceso, pero ese proceso comienza con una experiencia
personal.
El Pentecostalismo, hijo espiritual del movimiento wesleyano, también es mayoritariamente arminiano.[6] No
obstante, su sello distintivo es la afirmación de que la gracia santificante se manifiesta de manera especial a
partir del bautismo en el Espíritu Santo.[7] En el Pentecostalismo clásico,
el bautismo en el Espíritu va acompañado de la glosolalia; quien recibe el bautismo habla en lenguas,
aunque sea una sola vez en la vida.
La doctrina de la gracia y la teología de la predicación
Las diferencias en torno a la doctrina de la gracia tienen un impacto
directo en la teología y la práctica de la predicación.
Como veremos a continuación, nuestro concepto de la gracia
determina, en muchos sentidos, el contenido de nuestros sermones.
El mundo católico tiende a ver la predicación como el anuncio de la gracia divina a la humanidad; a toda la
humanidad. Por eso, la predicación
católica trata de evangelizar la
cultura, en general. Esto explica por qué las emisoras radiales y televisivas católicas transmiten programas seculares de valor cultural. También explica por qué el Papa, cuando visita un país, oficia servicios religiosos en grandes estadios y ofrece
conferencias de prensa para todos los medios de comunicación.
El mundo protestante tiende a ver la predicación como un llamado a tomar una decisión personal por Cristo, aceptando la salvación que Dios nos ofrece gratuitamente.[8] En términos generales, el protestantismo trata de evangelizar al individuo, no a la cultura. La mayoría de las personas que se definen a sí mismas como «evangélicas», piensan que antes de transformar la sociedad es necesario transformar el corazón de cada ser humano.
El mundo pentecostal entiende que la predicación es el anuncio de la poderosa palabra de Dios que transforma al individuo por medio de la acción pastoral del Espíritu Santo en nuestros medios. Entiende, pues, que la transformación de la sociedad ocurrirá por medio de la acción sobrenatural del Espíritu en el corazón de las personas que aceptan el Señorío de Cristo. A esto debemos añadir que algunos líderes del movimiento neopentecostal, que difiere en muchos puntos del pentecostalismo clásico, convocan reuniones multitudinarias donde miles de creyentes interceden por un país, pidiéndole a Dios que le libre de la acción demoniaca y de las «maldiciones generacionales» que empobrecen la calidad de vida del pueblo.[9]
Estas diferencias doctrinales explican los diversos acercamientos de la comunidad cristiana a los problemas sociales. La predicación católica, como parte de su énfasis en la evangelización de la cultura, tiende a hablarle a toda la sociedad. Cuando habla sobre el pecado, bien puede atacar el «pecado estructural» que se manifiesta en diversas formas de opresión social. Por eso, la Iglesia Católica sostiene organizaciones que ofrecen servicios sociales a toda la sociedad, tales como hospitales, escuelas y orfanatos, entre muchos otros.
Por su parte, la predicación protestante y pentecostal tiende a referirse a los problemas sociales como evidencia de la crisis social; crisis que debe motivarnos a entrar cuanto antes en una relación personal con Cristo Jesús. Aunque son muchas las Iglesias protestantes que sostienen programas de servicios sociales para la comunidad, debemos reconocer que algunas usan ese tipo de programas como medios de evangelización y que otras entienden que la «obra social» es innecesaria, ya sea porque distrae a la Iglesia de la tarea misionera o porque son relativamente inútiles ante la inminencia de la segunda venida de Cristo .
Un llamado a la acción
Creo que después de este corto resumen podrán comprobar la veracidad de mi aseveración inicial: el tema de la gracia divina une y divide a la comunidad
cristiana en Puerto Rico. Para decirlo más claramente, nuestros acercamientos a la proclamación del Evangelio dividen a la comunidad cristiana en el país.
La comunidad cristiana en Puerto Rico necesita superar las divisiones que le aquejan. Mientras sigamos separados por luchas doctrinales, estilos de adoración y énfasis pastorales, la Iglesia no podrá trabajar unida para fomentar el cambio social que necesita nuestra Isla para atajar la severa crisis social que la aqueja.
La predicación cristiana—tanto católica como protestante—debe ejercer su ministerio profético, denunciando los pecados estructurales y llamando a forjar una
sociedad más justa. Y debe hacer esto sin
obviar la importancia que tiene el cultivo de la espiritualidad para el
crecimiento espiritual de cada creyente.
Lo que es más, los problemas sociales que enfrenta el Puerto Rico del Siglo XXI requieren que el pueblo cristiano se una, a pesar de las diferencias, para desarrollar estrategias que fomenten el cambio social. Para trabajar unidos necesitamos tolerancia y comprensión. Y si recalco la palabra «tolerancia», es porque los proyectos interdenominacionales o ecuménicos no deben ser vehículos para criticar o convertir a las personas que pertenecen a otros grupos cristianos. El objetivo es crear un ambiente de cooperación, respetando los énfasis teológicos y pastorales de los demás.
Conclusión
La predicación cristiana es un instrumento
poderoso tanto para la formación
espiritual del pueblo como para la transformación positiva de la sociedad. Es importante, pues, reflexionar sobre la
teoría y práctica de la predicación
del evangelio en Puerto Rico, analizando el impacto de nuestra prédica en nuestro país.
Y si digo «analizar», es porque Puerto Rico vive una gran paradoja. El momento cuando hay más iglesias en el país, coincide con el momento cuando el crimen ha llegado a su punto más alto en la historia de la Isla. A mi juicio, esto es una evidencia clara de la inefectividad de nuestra predicación.
Recalco, entonces, la necesidad de crear espacios para el diálogo teológico amplio, para el análisis del contenido de nuestros mensajes y para el análisis de nuestra acción
pastoral. Puerto Rico lo necesita.
Notas bibliográficas
[1] Mary
Catherine Hilkert, Naming Grace: Preaching
and the Sacramental Imagination (Continuum: 1997).
[2] Charles
L. Campbell, Preaching Jesus: New
Directions for Homiletics in Hans Frei’s Postliberal Theology (Grand Rapids: Eerdmanns, 1997).
Hilkert y Campbell participaron en un debate sobre sus libros en la reunión de la Societas Homiletica—organización que agrupa expertos en el arte
cristiano de la predicación de distintas partes del mundo—que se llevó a cabo en 1998 en el Virginia
Theological Seminary, una escuela teológica relacionada a la Iglesia Episcopal.
[3] Véase el artículo
sobre el tema de la gracia en la obra de Justo L. González, Diccionario
Manual Teológico [en adelante, DMT]
(Barcelona: Editorial CLIE, 2010), 132-134.
[4] Véase el artículo
sobre la predestinación
en el DMT, 234-236.
[5] Véase el artículo
sobre el arminianismo en el DMT, 41-42.
[6] Para
una introducción
al pentecostalismo, véase
Manda Fuego: Introducción al Pentecostalismo,
el nuevo libro de Eldin Villafañe,
a ser publicado próximamente
por Abingdon Press y Libros AETH.
[7] Véase el artículo
sobre la santificación
en el DMT, 265-266.
[8] Para
una visión
evangélica
de la teología
de la predicación,
véase
a Donald English, An Evangelical Theology
of Preaching (Nashville: Abingdon Press, 1996).
[9] Sobre este tema véase a C. Peter Wagner, Territorial Spirits: Practical Strategies for How to Crush the Enemy through Spiritual Warfare (Shippensburg, PA: Destiny Image, 2012).
Ficha bibliográfica
Si desea citar este escrito en un ensayo académico, puede usar el siguiente formato:
Jiménez, Pablo A. «Gracia y predicación en Puerto Rico» Disponible en: https://www.drpablojimenez.com/2020/08/18/gracia-y-predicacion-en-puerto-rico/
Recuerde incluir el día en el cual accedió al escrito.
Versión libre de un sermón de Paul Tillich titulado “You are accepted”
“Pero la ley se introdujo para que el pecado abundase; mas cuando el pecado abundó, sobreabundó la gracia.”
Romanos 5:20 (RVR 1960)
Introducción
Estas palabras del Apóstol Pablo resumen su experiencia, su mensaje y su visión de la vida. Nunca me he atrevido a predicar antes sobre este texto. Pero algo me ha impulsado a considerarlo durante los últimos meses. Es un deseo de dar testimonio de los dos hechos que, en las horas cuando nadie me ve, me parecen determinantes en nuestra vida: la abundancia del pecado y la sobre abundancia de la gracia.
Existen pocas palabras más extrañas que “pecado” y “gracia”. Son extrañas, aunque son bien conocidas. Hoy, estas palabras han perdido gran parte de su poder, al punto que es necesario preguntarnos seriamente si debemos usarlas o descartarlas como herramientas inútiles.
Empero, hay un hecho misterioso en las grandes palabras de nuestra tradición religiosa: no pueden ser reemplazadas. No hay sustitutos para palabras como “pecado” y “gracia”. Estas palabras nacieron en lo profundo de la existencia humana. Allí ganaron su poder para todas las edades, y allí cada generación puede reencontrar su poder. Acerquémonos, pues, a los niveles más profundos de nuestra vida, con el propósito de redescubrir el significado del pecado y de la gracia.
¿Qué significa el pecado?
¿Qué significa el pecado en nuestros tiempos? ¿Acaso la gente todavía puede sentirse en pecado? ¿Están conscientes de que el pecado no es un mero acto inmoral? ¿Comprenden que el pecado es el mayor problema de la vida? ¿Sabemos que es un error dividir los seres humanos, llamando a algunos “pecadores” y otros “justos”?
Me gustaría sugerir una palabra, no como un sustituto de la palabra “pecado”, sino como una idea útil en su interpretación de la palabra “pecado”: “separación”. El pecado es separación. Estar en pecado es estar en un estado de separación. Y la separación es triple: separación de Dios, de uno mismo y de los demás.
Nosotras, las personas que nos sabemos separadas, sufrimos las consecuencias destructivas de nuestra separación, pero también sabemos por qué sufrimos.
Sabemos que estamos alejados de Aquel a quien realmente pertenecemos, y con quien debemos estar unidos.
Sabemos que experimentamos esa separación por culpa nuestra. Eso es el pecado: separación y culpa.
Así vivimos toda nuestra existencia, desde que nacemos hasta que morimos. Esa separación se prepara en el vientre de la madre y hasta mucho antes, en cada generación anterior. Alcanza más allá de nuestras tumbas, afectando a todas las generaciones venideras. ¡La existencia es la separación! Por eso, más que un acto o un error, el pecado es un estado de separación.
¿Qué es la gracia?
Podemos decir algo similar sobre la gracia, ya que los conceptos “pecado” y “gracia” están unidos entre sí. Ni siquiera conocemos el pecado hasta que experimentamos la unidad de la vida, que es la gracia. Del mismo modo, no podemos comprender el significado de la gracia hasta que experimentamos la separación de la vida, que es el pecado.
La gracia es tan difícil de describir como el pecado.
Para algunas personas, la gracia es la voluntad de un padre celestial que perdona una y otra vez la locura y la debilidad de sus niños. Debemos rechazar ese concepto infantil de la gracia y de la dignidad humana.
Para otras, la gracia es un poder mágico en los lugares oscuros del alma. El problema es que ese poder mágico no tiene significado alguno para la vida práctica.
Para otras personas, la gracia es la bondad que podemos encontrar junto a la crueldad en la vida. Es un regalo recibido de parte de Dios, de la naturaleza o de la sociedad, para hacer cosas buenas.
Pero la gracia es más que regalos.
La gracia es un poder que nos ayuda a superar la separación y distanciamiento.
La gracia es el reencuentro de la vida con la vida, la reconciliación del ser humano consigo mismo.
La gracia es la aceptación de quien antes había sido rechazado.
La gracia transforma nuestros caminos de muerte en caminos de vida; cambia la culpa en confianza y amor. Hay algo triunfante en la palabra gracia.
Cuando nos examinamos a nosotros mismos, descubrimos una lucha entre la separación y el reencuentro, entre el pecado y la gracia. Encontramos esa lucha en nuestra relación con los demás, en nuestra relación con nosotros mismos y en nuestra relación con Dios.
Si esta breve descripción del pecado y de la gracia resuenan en nuestros corazones, quizás podemos encontrar nuevos significados de estos conceptos. Pero en este proceso las palabras no son tan importantes. Lo más importante es cómo resuenan estos conceptos en los niveles más profundos de nuestro ser. Podemos decir que llegamos a conocer verdaderamente la gracia cuando logramos comprender esta lucha entre la separación y la reconciliación.
Separación, soledad y autodestrucción
¿Quién no ha sentido soledad aún en medio de una multitud? El sentimiento de separación es más agudo cuando estamos rodeados por mucha gente y de mucho ruido, pero aun así no podemos conectarnos con los demás. Esa soledad nos hace sentir distanciados de la vida. Ni siquiera el amor puede ayudarnos a romper las paredes nos separan del prójimo. Cuando estamos en pecado podemos sentirnos separados de nuestra pareja, de nuestras amistades y hasta de nuestros hijos y de nuestras hijas.
La expresión más clara de separación en el mundo actual es la rivalidad entre los grupos sociales dentro de una misma nación. Si no podemos relacionarnos con alguien que vive en nuestra propia tierra, ¿cómo vamos a relacionarnos con gente de otros países? Cuando leemos, escuchamos o vemos partes de prensa sobre guerras, genocidios y ataques terroristas, tenemos que aceptar que en nuestro mundo abunda el pecado.
Recalco que no solo estamos separados de los demás: también estamos separados de nosotros mismos. El ser humano está dividido dentro de sí mismo. Esa separación se manifiesta cuando nos odiamos a nosotros mismos, permitiendo que la desesperación nos arrope. Es un círculo vicioso, pues quien se odia a sí mismo es incapaz de amar a los demás.
El pecado crea en nosotros un instinto de autodestrucción. Nuestra tendencia a destruir a otras personas esconde una tendencia encubierta para destruirnos a nosotros mismos. La crueldad hacia los demás nace de la crueldad hacia nosotros mismos.
Pablo expresó este hecho en sus famosas palabras: “Porque no hago el bien que quiero, sino el mal que no quiero, eso hago” (Romanos 7.19).Y luego continuó con otras palabras que bien podrían ser el lema de toda la psicología profunda: “Y si hago lo que no quiero, ya no lo hago yo, sino el pecado que mora en mí” (Romanos 7.20). Como vemos, el Apóstol detectó en su propio ser esta lucha entre el pecado y la gracia, entre la separación y la reconciliación.
Dios te acepta
“Más cuando el pecado abundó, sobreabundó la gracia”, dice Pablo en la misma carta en la que describe el poder inimaginable de la separación y la autodestrucción tanto en el alma como en la sociedad. Pablo vivió esta experiencia en carne propia, quien recibió gracia divina a pesar de haber perseguido la Iglesia. La recibió tal como Jesucristo, quien experimentó la resurrección después de sufrir la cruz, su mayor momento de separación.
Así es la gracia de Dios. En nuestro momento más oscuro, cuando nos sentimos más lejos de Dios, tenemos un momento de gracia. Es como si una ola de luz irrumpiera en nuestra oscuridad y es como si una voz celestial nos dijera: “Dios te acepta. Dios te acepta. Dios te acepta.”
Te acepta uno más grande, más poderoso y más fuerte que tú.
Te acepta uno más alto, más sublime y más excelso que tú.
No tienes de hacer nada ahora;
Ni tienes que buscar nada más.
Lo único que debes hacer es aceptar el hecho de que Dios te acepta. Cuando te sucede esto, estás experimentando la gracia de Dios.
El momento de gracia es corto, pues sólo toma un momento de nuestras vidas. Sin embargo, todo se transforma a partir de ese momento de gracia. ¿Por qué? Porque saber que Dios te acepta te capacita para vencer la separación del pecado y reconciliarte con Dios, contigo mismo y con los demás.
Esa gracia también transforma nuestra relación con los demás. Nos capacita para mirar a los ojos aún de nuestros enemigos y aceptarlos sin esperar nada a cambio, tal como Dios nos acepta a nosotros.
Conclusión
“Pecado” y “gracia” son dos palabras extrañas; pero no son cosas extrañas. Encontramos el pecado y la gracia cada vez que nos miramos al espejo y examinamos nuestra mirada, la ventana a la mente y al corazón. El pecado y la gracia determinan nuestras vidas. El pecado abunda en el mundo y en la sociedad, pero la gracia sobreabunda en nosotros.
La verdadera espiritualidad: Un sermón sobre la espiritualidad cristiana, basado en la historia de los Caminantes a Emaús, en Lucas 24:13-35 (Audio & Vídeo).