Un ensayo personal, adecuado para el Día de las Madres, recordando con agradecimiento a Sabina Rojas Labrador.
No sé como pasó, pero el hecho es que ya he vivido 21 años más que tú. ¿Te imaginas?
Aunque todo el mundo desea tener una larga vida, la verdad es que yo nunca pensé que viviría más que tú. Si tú, la persona con mejores sentimientos que jamás he conocido, solo llegaste a los 38 años. El que yo esté casi llegando a los 60 me parece increíble.
Yo sé que los años de vida no dependen del carácter de la persona. Hay gente mala que llegan a viejos, mientras que hay niños inocentes que mueren al nacer. Sin embargo, yo nunca pensé vivir más que tú.
Alguien una vez me preguntó por qué vivía con tanta prisa. Eso me chocó, porque nunca nadie lo había expresado en esas palabras. La respuesta no se hizo esperar: Porque los 38 años eran una barrera en mi mente. Por esa razón, yo entendía que tenia que lograr mis todas metas antes de esa edad.
Cumplir 38 no fue emotivo, como tampoco fue cumplir 39 años. Empero, los 40 años me golpearon con una violencia inesperada. Me sentí culpable por llegar a las cuatro décadas, algo que tu nunca lograste.
¿Y sabes qué fue lo peor? Que a los 42 años sobreviví una lucha contra el cáncer, cuando tú perdiste la tuya a los 38. El doctor me dijo, en son de broma, que había «escogido bien» el tipo de cáncer que tuve, pues el tumor crecía con lentitud, era fácil de extirpar y lo encontraron cuando apenas comenzaba a crecer. La operación fue tan efectiva, que no necesité tratamiento alguno postoperatorio y llevo 17 años en remisión. Yo «escogí» bien; pero tu no tuviste la misma oportunidad.
Aún así, los años siguen pasando y hoy soy yo quien pondera su mortalidad. Ya he vivido muchos años más de los que me quedan por vivir. Llevo 39 años en el ministerio cristiano, mucho más de los 30 años que la mayor parte de la gente le dedica a su profesión. Muchos de mis compañeros y compañeras de seminario, y hasta algunos de mis alumnos y alumnas, ya se han retirado. Me pesa saber que, aún estando en buena salud, me quedan menos de 10 años para retirarme. No sabes la tristeza que eso me da. Me pesa no tener más años que darle a mi Señor y mi Salvador. Si tuviera otra vida, también se la dedicaría a Jesús.
Pero eso no es lo único que me pesa. Me duele que he olvidado el tono de tu voz. Recuerdo tu rostro con claridad, por las fotos en blanco y negro que tengo en mi oficina. Tengo algunas a color guardadas por ahí, pero no me gusta verlas porque se tomaron cuando ya estabas enferma, desfigurada por el cáncer que todavía no sabías que padecías. Hasta puedo verte riendo, en los rincones de mi mente. Pero no recuerdo tu voz; por más que trato, no la recuerdo.
Me duele que no me viste graduado de escuela intermedia, ni de la superior, ni de la Universidad de Puerto Rico, ni de mis maestrías, ni de mi doctorado. Me duele que no conociste a tu nieto ni a tus nietas. Me duele que nunca me viste predicar, ni me escuchaste dar un estudio bíblico, ni hablar por la radio. Me duele que nunca leíste alguno de mis escritos, ni viste mi foto en el periódico, ni compraste alguna de mis publicaciones en una librería. Y como falleciste antes de la llegada del Internet, nunca viste una de mis páginas en el ciberespacio.
Todo eso es doloroso, pero lo más doloroso es mucho más sencillo. Algunos dirían que es casi una tontería. Lo más doloroso es que nunca nos despedimos. Nunca tuvimos la conversación común en las películas en la televisión, donde la persona moribunda se despide de sus seres queridos. Nunca me dijiste que «me portara bien» porque tú te ibas; y yo nunca me despedí de ti.
Por eso, este próximo 30 de diciembre, te diré a la distancia las palabras de despedida que te escribí hace unos años, intentando aliviar el dolor de no haberlas dicho en persona.: «Ahora descansa en paz, mamá. Te veré en la mañana; en la mañana de aquel día cuando “se doble toda rodilla de los que están en los cielos, en la tierra y debajo de la tierra; y toda lengua confiese que Jesucristo es el Señor”» (Filipenses 2:10-11).
Tu hijo, Tony.